En la frontera de un cambio cultural
CONFERENCIA CLUB SIGLO XXI
4 de mayo de 1998
La cultura es una experiencia que desborda cualquier definición y no es fácil determinar su significado porque ha sido utilizada e incluso manipulada. Fue el término latino con el que se interpretó otra palabra de más amplio contenido y que provenía de la tradición griega la palabra Paideia. Si originariamente significaba cultivo del campo, adquirió pronto una significación metafórica, cultura ánimo, cultura intelectual, y desde entonces se han ido sucediendo las definiciones.
De entre las numerosas acepciones del término, la que más me interesa es, precisamente, la relacionada con la etimología. Aquella que enlaza cultura con el cultivo de la personalidad, es decir, con el “mejoramiento de las facultades físicas, intelectuales y morales de la persona”, como recoge el diccionario.
En otras palabras, la que evoca el ejercicio consciente y continuado del talento, la sensibilidad, la reflexión y la solidaridad. La cultura, en este sentido, y según dijera Gracián, hace felicísimo el vivir. Cuando hablamos de la cultura en esta acepción personal estamos hablando de una concepción vital pegada a la experiencia directa, de la cultura como tiempo sentido con intensidad y con fuerza, de recreación de la vida, de goce y energía.
Abundando en esta idea, Alberto Portera afirma que “la facultad que los humanos poseemos de percibir estímulos estéticos y disfrutarlos ha facilitado el gigantesco enriquecimiento y la constante renovación de la cultura, una mejor identificación y comprensión del significado de la vida y ha añadido una positiva dimensión al comportamiento humano”.
Junto al ejercicio del talento y de la sensibilidad individual, hay un aspecto de la cultura, más colectivo, que me parece digno de ser destacado y es el de su enorme potencial emancipador, su virtud como vacuna contra la intolerancia como dique colectivo contra el fanatismo y la represión. Esta idea de la cultura vuelve a adquirir fuerza en estos momentos, cuando se desvanece el espejismo neoconservador y tenemos que vérnoslas con un final de siglo repleto de situaciones que provocan la perplejidad y reclaman la acción.
Por último, hay un tercer sentido en este término que me parece del máximo interés, y es el de la cultura como un conjunto de valores, símbolos y formas de vida en las que una determinada comunidad encuentra su identificación, su reconocimiento y, por tanto, su diferencia. La noción de una cultura ligada a un sentimiento comunitario o nacionalista no es, desde luego, una novedad pero pocas veces como ahora estamos viendo su enorme potencial, en todos los sentidos,
La complejidad del final de siglo
Suponiendo que cada década tiene una personalidad propia, la de cultura de los años noventa se estaría construyendo en torno a las tres nociones a las que me he referido y, sobre todo, a partir de la constatación de que la realidad se vuelve cada vez más compleja.
La complejidad es el concepto clave del análisis filosófico, político y científico de nuestro tiempo. Es, además, el término que mejor evoca el ambiente de perplejidades, tentativas y creencias que ahora rigen en el mundo de la cultura. Se trata de una complejidad en la que coinciden muchos factores y en la que no todas las fuerzas empujan en la misma dirección.
Los historiadores afirman que los cambios de época se producen cuando las viejas fórmulas no dan respuestas a los nuevos problemas. La cultura del final de siglo, la cultura del cambio de época, está caracterizada, en gran medida, por esta situación. Es como si nos adentráramos en un territorio del que todavía no hemos dibujado el mapa.Esto no quiere decir que no vislumbremos una serie de rasgos que parecen señalar los caminos del futuro inmediato: desde la aparición de nuevos protagonistas de la vida social, hasta la redefinición del papel de los poderes públicos en el apoyo a la creación y a las industrias culturales y la difusión de la cultura; desde la expansión de un gusto homogéneo a escala planetaria, fenómeno muy vinculado al predominio de las poderosas técnicas del audiovisual, hasta la revitalización de las identidades nacionales. En el caso, por ejemplo, de los nacionalismos, cuyo auge está dibujando asimismo el rostro de nuestro tiempo.
Los nuevos protagonistas del cambio cultural
Uno de los rasgos sobresalientes de la nueva situación, que afecta muy directamente a la visión de la cultura, es el que afecta a los profundos cambios en la composición de los protagonistas de la vida social, sus necesidades y la manera de expresarlas.
En primer lugar, nos encontramos con que el ascenso de las mujeres en la vida pública es ya un fenómeno imparable e irreversible que ha cambiado radicalmente pautas y valores culturales hasta hace poco vigentes. Esta incorporación conduce hacia una sociedad de las personas, hacia un orden social en el que cada individuo posea los mismos derechos y la misma autonomía para asumir responsabilidades. En este contexto, ha surgido, por ejemplo, el concepto muy feliz en mi opinión, de la democracia paritaria, es decir, que ningún sexo está representado en el reparto de responsabilidades ni muy por encima ni muy por debajo del cincuenta por ciento.
En segundo lugar, en los países desarrollados, se han ido consolidando unas extensas capas medias urbanas, vinculadas a la producción y al procesamiento de la información, y su crecimiento conlleva, asimismo, una alteración en las pautas culturales. Más adelante me referiré a cómo esta innovación social está relacionada con la extensión de una cultura homogénea y aparentemente universal, que está ligada a su vez con los desarrollos de las nuevas tecnologías audiovisuales. Y su posible conflicto con las identidades culturales.
Y, en tercer lugar, crecen las presiones migratorias desde los países en vías de desarrollo, incluyendo los países del antiguo bloque soviético, hacia los países desarrollados como el nuestro.
El sociólogo Alain Touraine señala en su libro “La crisis de la modernidad”, que el emigrado constituye la figura emblemática de nuestro tiempo. El emigrado entendido como “un viajero lleno de memoria tanto como de proyecto y que se descubre y se construye a sí mismo en ese esfuerzo de cada día para anudar el pasado al futuro, su herencia cultural a su inserción profesional y social”.
Este fenómeno está provocando una injustificable reaparición de la xenofobia y del racismo. Y ante el cual estamos obligados a hacer un esfuerzo especial para evitar que crezca la incultura de la intolerancia y del fanatismo. La integración legal, laboral, social, que debemos procurar para los grupos de inmigrantes, para los que provienen de otras culturas, nos exige el respeto exquisito hacia sus culturas de origen y su articulación en unas normas comunes de convivencia. Fenómeno que nos llevara a un mestizaje cultural. Como dice Umberto Eco, la nueva oleada migratoria cambiará radicalmente la faz de Europa. Una razón de más para estar mental y culturalmente dispuestos a aceptar la multiplicidad, a ver bien los cruzamientos raciales, a dar por buena la confusión de las culturas. Si no será un fracaso rotundo.
En este caso, buena parte de los problemas que se le plantean a nuestra sociedad deben tener una respuesta positiva y liberadora en la cultura. En este sentido las soluciones para la escasez crónica de trabajo, la crisis de valores, la humanización de la vida en las ciudades y la mejora de la convivencia deberían encontrar en la cultura una poderosa ayuda.
Luis Landero recordaba que él como tantos otros había creído que el camino hacia la belleza conduce inevitablemente a la bondad, pero que bastaba hacer un repaso a la historia para ver que no era necesariamente así. Sin embargo, tanto a él como a tantas otras personas entre las que me encuentro, no nos cabe la menor duda de que la cultura, además de fuente de placer, es siempre una invitación secreta al diálogo, a la apertura, a la tolerancia; una invitación a la bondad, por eso podemos musitar con Landero la plegaria atendida con que concluye su escrito: «Que la belleza nos preserve del mal”.
Otro rasgo de la complejidad a la que me estoy refiriendo es, sin duda, la transformación acelerada de las tecnologías, una transformación que puede generar, está generando ya, una auténtica revolución cultural.
Estoy convencida que las nuevas tecnologías no son incompatibles con la cultura. Pero sí quisiera señalar, si me permiten, su incidencia en la creación de un gusto homogéneo y, aparentemente, universal. Por una parte, vemos cómo se crean públicos y audiencias de ámbito internacional, Por otra, vemos cómo se consolidan unos mecanismos de producción y difusión a gran escala que amenazan con dejar arrinconadas la comunicación interpersonal o las técnicas artesanales.
Los medios audiovisuales han adquirido una importancia crucial y funcionan como el semáforo que regula la circulación de todos los mensajes. Hasta el punto de que la difusión o el impacto de las obras creadas con los medios tradicionales –desde el libro al concierto- dependen de la mayor o menor relevancia que se les conceda en lo que se ha denominado “el simulacro audiovisual”. Confirmándose una sociedad que hace algunos años Javier Echeverría acuñó como Telépolis.
Se produce, pues, un fenómeno de las audiencias y de los públicos que acaban fijando su atención sólo en los acontecimientos espectaculares. Las creaciones, cualquier creación, se ven obligadas a pasar por la prueba del lenguaje de los medios audiovisuales. Todo lo cual produce una sensación de que a todos les llegan los mismos mensajes, las mismas ideas. Es decir, se refuerza la sensación, falsa, de que los valores y los gustos son intercambiables entre las clases, los grupos, las naciones, las etnias y los géneros cuando en realidad las diferencias tienen cada vez más fuerza y están funcionando como elementos enriquecedores de la experiencia cultural.
Todos somos conscientes de la enorme influencia que el medio televisivo ejerce sobre la cultura en su sentido antropológico, es decir, sobre las ideas, las creencias y las pautas de conducta de las personas. Una influencia que, en el caso de colectivos más vulnerables como son los niños y los jóvenes, merece ser tomada en consideración seria y responsablemente. La televisión –advierten los más críticos, entre ellos el filósofo Popper en uno de sus últimos escritos- banaliza, trivializa y lava el cerebro; idiotiza o, cuando menos, produce ese efecto que Román Gubern ha calificado como “infantilización del público”.
Recientemente Sartori ha acuñado el termino Homo videns y en el libro que lleva precisamente este titulo, afirma que el acto de telever esta cambiando la naturaleza del hombre, ya que la primacía de la imagen, de la preponderancia de lo visible sobre lo inteligible, nos lleva a un ver sin entender; es decir el homo videns se ha convertido en alguien incapaz de comprender abstracciones, de entender conceptos. Lo cual supone una gran limitación ya que hay palabras abstractas que no tienen correlato con cosas visibles y cuyo significado no se puede trasladar ni traducir en imágenes, no es posible ver conceptos como creación, democracia, libertad. Por supuesto aborda la videopolítica y pretende asustar a los padres sobre lo que podía suceder a un video-niño, que ve la tele antes de aprender y que confunde la realidad con la ficción, para que lleguen a ser padres más responsables.
La televisión no es ni buena ni mala en sí, depende de lo que hagamos con ella. Por lo tanto, a mi entender, de lo que se trata es de aprender a convivir con ella de una manera crítica y responsable; de lo que se trata es de saber utilizar las tremendas potencialidades que encierra para promocionar conductas y valores positivos y para favorecer la educación y la cultura. Parece claro también que el entretenimiento no esta libre de valores y que la tele es un medio privilegiado para acceder a la cultura y a la transmisión de valores que orientan nuestras vidas. Debemos fomentar la formación crítica de los consumidores, apoyarnos en las imágenes para pensar nuestro mundo, articulándolo y dotándolo de nuevas perspectivas. En suma, potenciar el espectador inteligente. Esto no quiere decir que los profundos cambios en todos los órdenes de la vida que está propiciando la televisión no requiera un debate serio y riguroso. Son cambios que tienen, que ver con la propiedad intelectual, la ética o los derechos humanos, y también cambios más profundos relacionados con la creación de mecanismos de identidad colectiva, con la manera de percibir y de sentir y con la manera de transmitir y acceder al saber.
Son cambios que, como han señalado distintas voces, están afectando al concepto mismo que tenemos de cultura. Lo que hoy entendemos por cultura es la cultura letrada, la cultura del libro. Decía Emilio Lledó que nuestra cultura está basada en “esa capacidad de construir un logos, un pensamiento abstracto en nuestra conciencia, y por la posibilidad maravillosa de leer y escribir, que es el momento supremo de la abstracción”. Leer es como cartearse con las mejores mentes del presente y del pasado, es hacer un esfuerzo de imaginación, es el placer solitario de conversar mentalmente (G. Tortella).
Teóricos del conocimiento y lingüistas señalan que la lectura implica el trabajo de la memoria, la inteligencia y la reflexión, mientras que la televisión desencadena mecanismos intelectuales de índole podíamos decir más superficial: prioriza el reconocimiento sobre el conocimiento, la emoción del impacto visual sobre la reflexión. La televisión, para decirlo con una frase hecha, entra por los ojos, y no por el tamiz de la razón y de la pausa que acompaña a toda reflexión. Esto no tiene por qué ser una fatalidad, ni significa que la Galaxia Gutenberg corra peligro de extinción. La palabra escrita no puede ser sustituida por la televisión porque es el instrumento básico del conocimiento; porque leer es pensar, como ha recordado Fernando Savater, y lo que nos distingue a los humanos de los animales es precisamente la facultad de pensar. Pero dejemos la televisión y volvamos a otra de las cuestiones que se debate desde hace unos años, es decir,
La falsa crisis de la modernidad
La geometría compleja y variable de los espacios culturales que dibuja esta nueva realidad, española y europea, no tiene por qué ser negativa. Por el contrario, puede ser un campo de irradiación desde donde descubrir fórmulas innovadoras y desde donde frenar una tendencia a la deshumanización –distinta pero evocadora de la criticada en su día por Ortega y Gasset- favorecida, sin duda, por la producción en serie de ritos y mitos.
Como ustedes saben, la Modernidad que, como concepto cultural, nació con la Ilustración hace dos siglos, extrajo gran parte de su energía de la idea de que hay una cultura universal y un ideal de civilización basado en la libertad, la igualdad y la solidaridad al alcance de todos. Pero como dice A. Touraine, si en el siglo de las luces se creía que había que eliminar lo particular para alcanzar lo universal, la universalidad, hoy se impone la idea de que no tenemos que separar lo universal de lo particular, sino más bien asociarlos. Por eso no creemos que estemos asistiendo al agotamiento de la Modernidad o al final de la historia, como proclaman algunos, sino que lo que vemos ante nuestros ojos es un nuevo replanteamiento de los ideales modernizadores.
Libertad, solidaridad, progreso, tolerancia, identidad, son valores que a lo largo de los últimos siglos la humanidad -especialmente en Occidente- ha utilizado para poner orden en su convivencia, sus posibilidades, sus deseos, pero también sus conflictos y diferencias. Hoy en día, después de dos siglos de uso, es como si muchos de estos conceptos hubieran perdido parte de su significado…
Todos parecen coincidir en que la Europa de finales de siglo asiste perpleja y confusa a una crisis del papel de los valores, las ideas y el pensamiento. Quizás por ello esta atmósfera propicia el renacimiento de actitudes intolerantes. Las ideas están fallando porque, tal como explica irónicamente Edgar Morin “… hemos pasado de una certeza imbécil a una incertidumbre radical, a un escepticismo generalizado y a una pasividad total”.
Europa ha forjado las mejores utopías, las realidades culturales más sugerentes, las transformaciones ideológicas más arriesgadas, los avances científicos más radicales, las metamorfosis más incisivas en el orden mundial; pero al tiempo ha sido el continente de las guerras más duras, de las prácticas políticas más irracionales, de las racionalidades más destructivas.
El siglo XX ha estado dominado por las paradojas y por el signo de la complejidad. El tiempo donde la humanidad ha vivido sus peores desastres y sus logros más impresionantes. En palabras de Massimo Cacciari: “El futuro de Europa pasa por recuperar su carácter abierto”; pasa, pues, por estimular nuevas visiones del mundo, nuevas ideas, nuevos planteamientos.
A fuerza de usarla y de abusar de ella, la palabra “cultura” se ha convertido en un verdadero concepto comodín aplicable para todas las circunstancias. En el cambio de siglo la cultura ha perdido buena parte de su fortaleza. ¿De qué hablamos cuando hablamos de cultura? ¿De la justificación del entretenimiento? ¿De manifestaciones efímeras o de patrimonios duraderos?. Y es que en el momento de iniciarse el siglo XXI la cultura necesita recuperar los principios sobre los que la creatividad humana ha ido avanzando a lo largo del tiempo.
Necesitamos repensar un concepto de cultura abierto y tolerante, que contribuya a engrandecer el carácter de diversidad, pluralidad y mestizaje de la cultura europea del siglo XXI. Tal concepto incluye todos los aspectos de la cultura: las ideas y el pensamiento, los valores, las bellas artes, las artes del espectáculo, la ciencia y la tecnología, los medios de comunicación, las industrias culturales y el ocio. Tenemos que pensar de nuevo la cultura, no como origen sino como proyecto, no como lo que separa sino lo que puede unir.
El cambio de siglo va a suponer –lo está suponiendo ya- una adaptación a escenarios nuevos. La velocidad y la extensión de las comunicaciones nos acercará interlocutores lejanos y nos exigirá respuestas sin duda demasiado rápidas. Por eso tenemos que plantearnos cómo y de qué forma los valores, las ideas, las palabras, los sonidos o las imágenes se producen y difunden en la sociedad contemporánea. ¿Cuál es el impacto de las tecnologías de la comunicación en el propio concepto de la cultura? ¿Es posible la convivencia entre las diversas identidades culturales planetarias y la acelerada mundialización de los hechos culturales? Deberíamos propiciar una cultura creativa capaz de desarrollar nuevos futuros, de construir para reinventar la realidad. Todo ello a partir de las imaginaciones plurales, diversas y dialogantes. Se trata de estimular la imaginación a partir de la cual Europa forjó una civilización.
La cultura –y por extensión la educación- recuperarán quizá entonces, el ideal ilustrado como factor irrenunciable de emancipación, de igualdad, de justicia, de libertad y de democracia. Pero si ustedes me lo permiten, voy a detenerme aunque brevemente en dos aspectos , que considero esenciales y que me resultan próximos por razones de diversa índole, a saber:
El impacto de las nuevas tecnologías de la información en la sociedad actual, fundamentalmente en lo que afecta a la cultura, los valores, la formación y el comportamiento de los seres humanos; y el impacto que ha supuesto la presencia de las mujeres en la esfera pública, calificada por muchas como una auténtica revolución, que supone la sustitución de valores y la entrada en crisis de instituciones básicas de la sociedad, como la familia patriarcal.
Volviendo al primer punto parece que no podemos hablar de casi nada sin referirnos a las nuevas tecnologías. Cada semana se edita más de un libro en nuestro país sobre el tema, los últimos… La red, La trama de la globalización, Informe de la Unesco y los periódicos dedican cuadernillos especiales al tema y cada día se incrementan las publicaciones especializadas.
De hecho ya se habla de un nuevo tipo de sociedad. La sociedad informacional. Como dice Castells la interacción entre tecnología, sociedad y espacio genera un nuevo proceso urbano regional como base material de nuestras vidas en el despertar de la era de la información y se produce una sustitución de lugares por flujos de información. Esto no supone simplemente que vaya a producirse un gran impacto socio-económico en la sociedad contemporánea, sino que implica una fuerza de cambio social suficientemente poderosa para transformar la sociedad humana en un tipo absolutamente nuevo de sociedad, en la que el trabajo, el ocio, el hogar, la cultura, los servicios, la creación, en definitiva todas las facetas del quehacer humano y hasta nuestro sistema de valores cambien. Hasta el punto que ha surgido ya una nueva fe tecnologicista que se está elaborando a marchas aceleradas en torno al explosivo desarrollo de las autopistas (infopistas) de la información en general y de Internet en particular.
La expresión extrema la manifiesta John Perry Barlow antiguo rockero y fundador de la Electronic Frontier Foundation: “Gobiernos del mundo industrial, gigantes obsoletos de carne y acero, ante vosotros se alza un ser procedente del ciberespacio, la nueva morada de la mente humana. En nombre del futuro yo os demando, ¡oh entes del pasado! que nos dejéis en paz. No os queremos entre nosotros. En nuestra asamblea no se aplica vuestra soberanía.
La ciberfé es abrazada por decenas de miles de hombres y mujeres de todo el mundo (los ciberlibertarios) que ven en esta red sin control centralizado, el germen y la metáfora de una nueva sociedad en donde los poderes políticos establecidos, se difuminarían ante la omnipotencia de una malla universal de netizens o ciudadanos de la red, sujetos activos y opinantes que se autocontrolarían sin necesidad de coerción estatal o supraestatal alguna. Los ciberlibertarios, fundamentalmente estadounidenses se están convirtiendo ya en un influyente núcleo de pensamiento.
Sin llegar a ese extremo, hay planteamientos y tesis más moderadas sobre el impacto en el propio concepto de ciudadano, la política o el ejercicio de los derechos democráticos. También hay importantes repercusiones en el terreno de la libertad de expresión o la propiedad intelectual o la propia dimensión de delito. A nadie se le escapa la dificultad de controlar un sistema en el que, entre otras cosas, se mezcla lo virtual y lo real.
En suma, se están produciendo nuevas categorías como los enchufados o no enchufados a la red. Pero además deberemos pensar en la nueva generación de niños: la generación de la Red, los que tendrán en 1999 entre los dos y 22 años, que, cuando se hagan mayores, el mundo será más complejo, que al estar más acostumbrados a controlar su destino en la red, se reflejará en sus expectativas políticas. Todo esto, en opinión de Don Tapscott, nos debería llevar a pensar en un nuevo concepto de estado y de lo que significa ser libre. El citado autor está convencido de que crearán y pondrán en práctica una mentalidad nueva y fresca a la hora de hacer negocios y de dirigir el proceso democrático. Será una generación que podrá aprender más que ninguna otra, que intentará proteger al planeta y considerará como extraños e inaceptables el racismo, el sexismo y otros restos perversos del pasado.
Porque además, ¿qué se ve, qué se oye y se puede imprimir en Internet? Pues la mejor ciencia, tecnología, literatura, historia o arte del mundo, y también todas las tonterías, nimiedades, pretendidos secretos de Estado, manuales de terrorismo, métodos de fabricación de bombas y todas las perversidades sexuales. Y si bien proporcionalmente se puede considerar un fenómeno minoritario, con un desarrollo caótico, absolutamente desordenado, al ser superápido en su desarrollo y por la importancia del impacto a escala mundial, ya los organismos internacionales se están ocupando del tema, desde los expertos y órganos de la Unión Europea hasta la Unesco, cuyos informes contienen pronunciamientos que convergen en la idea de aprovechar sus posibilidades y evitar los peligros que puede entrañar. Procurar una evolución e implantación positiva que procure un mayor y mejor acceso a la educación, cultura, trabajo y salud. La Unesco (Conferencia celebrada en París en 1966, y en su último Informe) insiste básicamente en estas líneas. Las nuevas tecnologías pueden transformar la educación, la ciencia y la cultura, pero pueden acentuar los fuertes desequilibrios ya existentes, propiciando una mayor bipolarización entre países y también dentro de cada país, ya que cambia no sólo cómo comunicamos sino cómo vivimos. Al tratarse de una civilización o sistema universal debe completar y no destruir las culturas nacionales y locales, la diversidad, la pluralidad, la identidad, frente a la uniformización. También habría que prever el impacto, el choque de los modelos de vida que se transmiten y la sociedad en la que se vive. Se trata en definitiva de un medio y no de un fin. Por eso también la Unesco considera la declaración de Internet como de utilidad pública, de manera que se proporcionen facilidades en la conexión para el acceso al conocimiento.
También la UE valora que la sociedad de la información puede contribuir a reforzar la posición socioeconómica de la Unión, a lograr una sociedad más social y más democrática y también a generar empleo, debiendo defender el pluralismo cultural, lingüístico e informativo, y elaborar normas para el control de las concentraciones y el fomento de las aplicaciones operativas en ámbitos de interés público y en las políticas de igualdad. Es opinión extendida, en nuestro país defendida recientemente por Juan Luis Cebrián, que habrá que consensuar unas mínimas reglas internacionales que permitan garantizar el flujo libre de las informaciones y la responsabilidad de los que abusan de la libertad.
Pasemos ya, para terminar, a abordar el segundo punto, es decir, el impacto de la presencia de la mujer en la esfera pública, presencia y participación creciente pero insuficiente, y la crisis de valores. Valores o sistemas conectados con la desigualdad y la subordinación, que configuran la sociedad patriarcal, y la familia tradicional, valores que se suponían eternos, naturales e incluso divinos.
Sin duda alguna, el movimiento de mujeres, el feminismo en sus distintas acepciones o corrientes, en ocasiones ligado a movimientos sociales mas amplios, ha sido la causa fundamental de la progresiva implantación o asunción de la igualdad, con sus avances y retrocesos (neoconservadurismo, reacción).
El feminismo nos ha protegido de una herencia que bloqueaba las expectativas vitales y nos ha ayudado a perderle el miedo al cambio, a rebelarnos, a hacernos valer y a hacer valer nuestra voz. Ha conseguido que exista para nosotras algo que antes no existía, la posibilidad de construir con autonomía y libertad nuestra propia biografía.
El movimiento de mujeres, además, ha sido un movimiento transformador que desafía al patriarcado, dando cuenta al mismo tiempo de la diversidad de la lucha de las mujeres y del multiculturalismo de su expresión. Pero también una de las causas de la crisis de la familia patriarcal ha sido la rápida difusión de las ideas en una cultura globalizada y en un mundo interrelacionado. Aunque, al mismo tiempo, los fundamentalismos aspiran a restaurar el orden patriarcal y a negar a las mujeres el ejercicio de sus derechos hasta el límite de la objetualización y la crueldad, en ocasiones amparados en la cultura y la tradición.
Estamos en un momento de transición en el que conviven generaciones de mujeres que han tenido diferentes posibilidades en acceder a la educación y el empleo. Una época en la que persiste el peso de los valores tradicionales, la reproducción de los roles, la interiorización de la subordinación, todavía momento de la feminización de la pobreza, de las tremendas agresiones, de la todavía escasa presencia de las mujeres en los puestos más altos de responsabilidad política o económica, del escaso y excepcional respeto. Pero, evidentemente, algo está cambiando, son procesos lentos pero imparables (aunque siempre está el peligro de la reacción o ralentización). En la esfera externa los objetivos están claros, queremos participar, compartir, acceder al poder y ejercerlo de otra manera, enriquecer la vida pública como grupo emergente. Pero persisten muchas dificultades por la lentitud del necesario cambio de mentalidad y de hábitos, dificultades que se acentúan en la esfera privada donde los valores tradicionales y los roles pesan más. Por eso, hablamos de un nuevo contrato social entre hombres y mujeres para compartir obligaciones y derechos en todas las esferas de nuestra vida. Debemos encontrar nuevas formas de coexistencia y responsabilidad compartida que unan a las mujeres, a los hombres, y a los niños, en una familia igualitaria reconstruida en la que puedan convivir mujeres libres, niños informados y hombres inseguros.
Creo que deberíamos trabajar en la línea de compartir valores universales como la democracia y el respeto a los derechos humanos, de manera que puedan convivir culturas diferentes, basadas en el diálogo y el reconocimiento mutuo. Y a pesar de los riesgos de la homogeneización, de la hegemonía cultural, del aumento de las distancias en el desarrollo humano, a pesar de los riesgos, al existir también posibilidades, todo dependerá de nosotros.
Por ello, no debemos descartar la humanización de la globalización, la combinación de la solidaridad y mercado, una nueva idea de progreso, pensando el espacio del ser humano emergente e impulsando los valores humanistas y pluralistas.
Para ello debemos procurar una formación humana integral, una formación cultural más profunda y aumentar el nivel de competencia emocional de los individuos. Porque, en definitiva, lo que pretendemos es que existan seres humanos libres, iguales, plurales y solidarios que puedan específicamente buscar la justicia y por qué no, la felicidad.
Y en el seno de todo ello está el pacto, la cultura de la cooperación.