El buen uso del tiempo

Entrevista de Malén Aznárez

Se pasó tres años seguidos haciendo sesudas investigaciones sobre el uso del tiempo y un día sintió un deseo irresistible de ir más allá de su público universitario para asomarse a «campos más dulces de la historia, literatura y lenguaje». De este impulso nació su reciente libro El valor del tiempo. ¿Cuántas horas te faltan al día?, un ensayo sobre algo que preocupa especialmente a los hombres y mujeres de hoy, en el que abundan los datos sociológicos, pero también las reflexiones y vivencias personales. Vivencias que dicen mucho de una socióloga que toca tierra todos los días, que sabe del precio de las sardinas y del jamón de york -el alimento de los nuevos pobres en tiempo-, de lo que cuesta cambiar los pañales a los bebés, o el inapreciable, por no mensurable económicamente, tiempo que dedicamos al cuidado de los ancianos o las plantas. Todos, trabajos por lo general no remunerados, pero que, sin embargo, implican un gran gasto de tiempo.

Un libro surcado de bellas reflexiones sobre la ajetreada vida moderna -«los atascos son los agujeros negros por los que se escapa nuestra vida cotidiana»-, y trufado de ráfagas sobre un futuro que pueden sorprender a más de uno. Por ejemplo, que dentro de nada viviremos muchos más años como viejos que como jóvenes, pero que todavía no queremos darnos por enterados. O que no está muy lejano el día en que las mujeres dejarán de ser vivíparas, es decir, dejarán de gestar los hijos dentro del útero, porque las nuevas tecnologías de la reproducción harán de la venida al mundo de los niños algo muy distinto. «Tendremos los hijos dentro, pero quizá con un mes o dos el embrión se irá a una cubeta y la gestación seguirá fuera».

Si se pregunta quién es nuestra socióloga más internacional, muchos expertos no dudarán en señalar a María Ángeles Durán -64 años, casada, tres hijos-, una de las primeras figuras de la investigación social española. Su obra ha sido publicada en inglés, francés, alemán, portugués, italiano y catalán. Premio Nacional de Investigación en 2002, catedrática de sociología y profesora de investigación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), ha trabajado para la Unesco, la OMS, el Centro de Estudios Constitucionales, y en 2005 recibió -al mismo tiempo que Iñaki Gabilondo, Joan Manuel Serrat o José Luis Sampedro- la Medalla de Oro al Mérito en el Trabajo. Autora de numerosos libros y publicaciones relacionados con la mujer y su entorno sociolaboral y familiar, el empleo del tiempo y la economía de la salud -Los costes invisibles de la enfermedad y Diario de batalla. Mi lucha contra el cáncer-, sus investigaciones se han acercado también al urbanismo y el arte.

De enorme naturalidad, cordial, cercana, profesoral, y siempre combativa, Durán, casada con un catedrático de psicología social de la Complutense, mantiene que, bajo la preocupación por el uso del tiempo, lo que late es la convicción de que su distribución actual es mejorable. Quizá por eso, ella, primera generación madrileña de una familia oriunda de la sierra de Gata, peregrina todas las Semanas Santas a aquellos parajes, junto a cuatro generaciones de Durán esparcidos por la Península, para extender manteles y viandas en los prados y dar la bienvenida a la primavera. «Es una zona preciosa. Nos reunimos ochenta o noventa; cada uno va con su cesta, pone la comida en el mantel y la gente come lo que quiere».

La familia sigue pesando mucho en la sociedad española. ¿Y en su vida?

Mi padre era ingeniero industrial, había nacido en un pueblo del norte de Cáceres, pero estudió en Madrid y aquí hizo la carrera. Yo nací en Madrid, era la mayor de seis hermanos y siempre vivimos en la capital. A él le gustaban mucho las matemáticas y los idiomas, y nos lo inculcó a los hijos: en casa estudiábamos inglés y alemán, y en el colegio, francés. Él chapurreaba también el portugués, que yo he descubierto de mayor, sin ninguna utilidad práctica, por placer. Mi madre era de Segovia, donde su padre tenía aserraderos de madera. Ambas eran familias de profesionales y pequeños empresarios, una clase media acomodada, pero la muerte de mi padre cambió muchas cosas. Poco antes de morir le dijo a mi madre que vendiera todo lo que hiciera falta con tal de que nosotros pudiéramos estudiar. Yo tenía 17 años y acababa de terminar primero de políticas, y mi madre, un ama de casa del barrio de Salamanca, se encerró en un pueblito de Extremadura, donde teníamos una almazara pequeñita, a administrar el patrimonio familiar para que los hijos pudieran seguir estudiando en Madrid.

¿Todavía conservan la almazara?

No, no. Mi madre se jubiló hace 20 años y la cerró. Yo tengo una profesión gracias a que ella nos dejó en Madrid, se encerró en aquel pueblo y fue una curranta. Se levantaba a las seis de la mañana para abrir la almazara, y en los ratos libres se dedicaba al jardín.

El jardín de geranios del que habla en su libro, toda una institución familiar.

Ella era de La Granja (Segovia), donde yo creo que está el mejor jardín de España, y tenía ese gusto por los jardines. Y el regalo principal que le hizo mi padre fue un jardincito en la finca, pero como no pasaban todo el año en Extremadura, fue, sobre todo, un jardín de geranios, los tenía de todas las variedades, era su ilusión. Yo heredé ese gusto, aunque ahora sólo tengo un balcón grande con muchos geranios. Ayer mismo, mi hija compró los dos últimos.

Inició su carrera profesional mientras criaba niños, como muchas mujeres…

No fue nada duro, ha sido lo más divertido e interesante de mi vida. Me casé a los 24 años, en 1967, y hasta hoy… Pero no me quedé embarazada hasta que terminé la tesis porque sabía que era imposible pagar la hipoteca del piso, cuidar niños y hacer la tesis. Era o la tesis o quedarme embarazada. Entonces los amigos médicos te firmaban las recetas de la píldora anticonceptiva, que no era legal. La memoria del Fiscal General del Reino decía que había 800.000 mujeres que cometían delito todos los meses porque utilizaban anticonceptivos con fines no terapéuticos, era la mayor causa de delito en España…

Una época controvertida y apasionante, difícil pero llena de esperanzas.

Fue una época maravillosa. Cuando me preguntan cuál fue el año más feliz de mi vida, digo que 1975, porque fue un año de unas expectativas, de una ilusión, de pensar que tantas cosas estaban al alcance de la mano… Un año realmente exultante. Muy pocas generaciones tienen la suerte de que les ofrezcan, no una realidad, pero sí unas esperanzas tan grandes como tuvimos entonces. Las cosas no cambiaron tanto como pensábamos, pero fue maravilloso. Por otra parte, no pagamos la factura de la generación anterior, porque en mi casa no se hablaba de política, el tema de la Guerra Civil no se tocaba. Mi padre y sus hermanos pasaron mucha hambre en Madrid y vieron atrocidades de todo tipo. Él me transmitió una distancia muy fuerte contra la ingenuidad excesiva o el maniqueísmo, me vacunó desde muy joven en ese sentido.

Me sorprende que su carrera, en los años setenta, fuera fácil y divertida.

No, no, al revés, al revés, ha sido todo muy duro, pero lo he vivido encantada porque siempre lo he interpretado como «qué suerte tengo, que a base de pagar una altísima factura he podido hacer lo que he querido». Tuve los tres primeros hijos seguidos -el primero se murió al nacer-, y el cuarto, cuando ya el pequeño tenía ocho años, y soy muy consciente de la factura que he pagado: estar sin vacaciones durante años y años, no tener tiempo de ver a los amigos, no tomar el sol, no dormir… Pero me espanta pensar qué habría sido de mi vida si hubiera podido hacer todo eso, pero no estudiar, y ser sólo esposa y ama de casa. Me he librado por pelos, porque en mi generación son muchas las afectadas por ese patrón. Verdad que estas cosas nunca las haces sola, y he tenido el apoyo, primero, de mis padres, y luego, de mi marido. Pero a veces ha sido muy difícil, y en ocasiones, por ser mujer, he tenido que esperar mucho. Las primeras oposiciones a cátedra fueron muy duras, decían que había hombres que eran cabezas de familia y tenían preferencia… Pero yo salí peleona, no de grito y bofetada, pero sí constante, y lo sigo siendo con 64 años.

Tiene que serlo para haberse convertido en una de las dos mujeres que en España han logrado un premio nacional de Investigación.

¡Ya me gustaría que pronto me acompañaran más!, es desesperante. ¿Y qué me dice de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, que no hay ni una mujer?, es una vergüenza. También fui la primera que sacó una cátedra en mi campo, aunque las cosas hay que ponerlas en su sitio, influye mucho la suerte de quien se presente ese año. Pero cada éxito que he tenido me ha costado una enemistad. Comprendo a la gente que renuncia a competir.

«A los bomberos que entraron un día por el balcón de mi casa para devolverme el ritmo cotidiano del tiempo», es la dedicatoria, muy sugerente, por cierto, de ’El valor del tiempo’. ¿Qué pasó?

Pasó que yo estaba acabando de escribir ese libro, era sábado y tenía que entregarlo el lunes sin falta, y a las cuatro de la mañana oigo a mi hijo pequeño llamándome desde la calle porque las llaves del portal no le funcionaban. La casa estaba de obras, había un portero nuevo, y era un sábado de verano. Cuando salí a la escalera estaba llena de mantas por el suelo, no había luz porque se había cortado, ni ascensor, y la puerta electrónica se había quedado bloqueada por falta de corriente. ¡Un caos! Llamé a un cerrajero de urgencias y, después de más de una hora, él desde fuera y yo desde dentro con una linternita, se dio por vencido. Nadie podía entrar ni salir de la casa. Finalmente llamamos a los bomberos, y vino una primera dotación que no pudo hacer nada, luego una segunda, y ocho bomberos entraron por el balcón de mi casa y desarmaron la puerta del portal. Yo estaba escribiendo eso de que el sentido del tiempo es siempre muy relativo y vivencial, y aquella noche, la anterior a entregar mi libro, se fueron a pique las categorías. Y, claro, los bomberos me parecieron dioses.

Es obligado devolverle su pregunta, ¿cuántas horas le faltan al día?

Me he convertido en muy buena gestora del tiempo, pero a pesar de todo me faltan horas. Tengo una cosa buena, sentido del medio y largo plazo del tiempo, que, en una pequeña parte, podemos mejorar individualmente. Hay quien cree que el tiempo es un problema individual, pero en buena medida es estructural y organizativo, y no se puede arreglar individualmente. Por eso, en alguna parte del libro digo «explotados del tiempo, uníos», porque eso, o lo cambiamos colectivamente o no se puede arreglar. Pero si el día tuviera el doble de horas, las llenaría todas, y si tuviera dos vidas, también las llenaría sin ningún problema.

Su experiencia con el cáncer, ¿le ha hecho valorar el tiempo de otra forma?

Muchísimo. Fue terrible mientras duró, pero una vez que pasó el peligro, fue una experiencia humana muy enriquecedora. Cuando me diagnosticaron el cáncer de mama ya estaba trabajando en el uso del tiempo, así que me marqué, un poco como terapia, hacer la observación de los tiempos perdidos en las esperas, en los tratamientos? Lo convertí en observación de mí misma, por quitarle hierro y darle una utilidad. Luego, a medida que vas grabando tus impresiones, te das cuenta de que afloran muchas reflexiones. Tienes tu tiempo concentrado sólo en una aspiración, curarte, pero sabes que no depende de ti, sino de muchas cosas, y eso cambia totalmente su sentido. Al principio suspiras por tener un poco de tiempo para arreglar papeles y ponerte en paz; luego, por unos años más para estar con los hijos; después son los escalones de la terapia, las revisiones, el estar pendiente de los dos, los cinco años? Todo eso es lo que te estructura el tiempo.

Siempre he pensado que en los hospitales rige un tiempo diferente. Es como entrar en otro planeta donde el tiempo no tiene la misma dimensión, ni valor.
Totalmente, es como otro planeta. Pero yo tengo una mala salud de hierro, había pasado 17 veces por el quirófano, contando los partos, y tenía ese sentido del tiempo hospitalario. Había escrito de los espacios de la enfermedad, pero con el cáncer fue más importante, y del espacio pasé al tiempo. En algunos aspectos, los hospitales son manifiestamente mejorables. Por ejemplo, en los tiempos de la muerte, uno está despojado de ciudadanía, te dejan morir o no, como si fueran los demás los que tienen derecho a opinar sobre ti.

Ha escrito que nadie tiene derecho a imponer una mala muerte, y que la eutanasia es la lucha política más importante de los próximos años.

A mí me lo parece, creo que es una batalla que hay que dar ya.

Pues no parece que el Gobierno socialista se atreva a darla.

Pasa que los moribundos están tan ocupados en morirse que no votan, ni meten bulla, y hay mucho miedo a la Iglesia católica. Pero si hay cielo e infierno, en el cielo estará un nuevo tipo de mártir: los enfermos terminales a los que se les ha obligado a vivir más de lo soportable, de lo que les permitían sus fuerzas. Y en el infierno estarán los responsables de haberles infligido esa tortura. Creo que la Iglesia, lo mismo que con Galileo, acabará pidiendo perdón a quienes ha hecho sufrir tanto.

¿Cómo ha evolucionado el uso del tiempo en España desde sus trabajos de los años ochenta y noventa?

Hay dos cambios de signo contradictorio. Por una parte, uno importantísimo, que es la mayor incorporación de las mujeres a la vida pública, a los estudios y al trabajo, y eso significa que muchísimas horas que antes tenían para los demás ahora no están disponibles. Y otro, de signo contrario, es que vivimos más años y hay cantidad de personas jubiladas que tienen mucho tiempo. Son fenómenos que a veces enmascaran porque dicen una cosa y también la contraria. La sociedad española está muy sectorizada. Hay sectores, como los expulsados anticipadamente, muchas veces sin desearlo, de la vida activa y pública; y por otra parte están las mujeres con empleo e hijos pequeños que tienen un estrés grande. Y eso sale en las encuestas.

En España hay medio millón de mujeres, mayores de 65 años, que cuidan a los nietos para que las hijas trabajen…

Pero eso no se quiere ver.

También dice que muchas madres siguen cocinando para las hijas e hijos casados.

No hay más que ver cómo se reciclan las botellas de dos litros de coca-cola? Las madres hacen gazpachos, purés, todo tipo de cosas, y los domingos, los hijos se llevan parte del menú semanal.

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