La ciudad compartida
Sobre experiencias compartidas y ausencias
Estamos acostumbrados a aceptar que el modo en que conocemos afecta al modo en que vivimos. Pero no es tan frecuente lo inverso, o sea, que el modo en que vivimos afecte al modo en que conocemos. La producción de un texto es un proceso de conocimiento en el que caben distintas dosis de repetición y de innovación.
Muchos artículos y libros, y algunos de ellos meritorios, no son otra cosa que recopilaciones ordenadas de otros textos, de cosas ya dichas. Incluso cabe a algunos autores la habilidad de saber escuchar lo que otros dijeron, o de forzar diálogos entre textos ajenos sin necesidad de modificarlos, haciendo brotar de ellos ante el lector lo que sin ese contraste hubiera pasado desapercibido.
Sin embargo, hay algunos raros proyectos intelectuales que se empeñan en hacer las cosas al revés de lo común, y sitúan la experiencia de lo vivido en su punto de arranque, al comienzo del proceso. En esos casos, el problema de la relación entre el sujeto cognoscente y el objeto del conocimiento se plantea con toda dureza. Puede hacerse explícito, consciente, o quedar soterrado, pero sus efectos son decisivos sobre el modo en que se llega a conocer: arrastra y tira de las categorías, de los focos de luz, de los intereses que sostienen las indagaciones.
La mayor parte de lo que se ha escrito sobre las ciudades se ha hecho prescindiendo del análisis del sujeto que producía el conocimiento, y se ha dado por sentado que éste era un sujeto cognoscente universal, transparente y puro. De alguna manera, este sujeto se las arreglaba para encarnar una sabiduría o una capacidad de conocer incontaminada de sus rasgos personales. Por eso, la subida a la palestra del conocimiento de los colectivos que históricamente han estado excluidos del acceso a la producción sistemática de conocimiento no puede quedar limitada al aumento de las matriculaciones universitarias o a una simple ocupación de los puestos docentes. Afecta también a la crítica del sujeto cognoscente anterior, que pierde su cobertura de representante universal en la producción del conocimiento y se hace muy visible en sus perfiles personales y sociales.
En los siglos XIX y XX ha habido importantísimas producciones intelectuales dimanadas de la consciencia de que una sola clase social no podía hablar en representación de todas. En este nuevo siglo les toca a las mujeres un acceso generalizado a la consciencia colectiva, a la posibilidad de repensar o recrear la cultura desde su propia experiencia histórica y presente, que ha sido y sigue siendo todavía muy diferente a la de los varones.
La misma experiencia personal se vive de forma diferente en distintas ocasiones o por distintas personas. Puede, incluso, vivirse «como si no se viviera», porque de esa manera produce menos impacto negativo al que la sufre o a quienes la contemplan. O porque se carece de las herramientas intelectuales y morales imprescindibles para interpretarla y juzgarla. Muchos varones se ponen nerviosos cuando en una conversación general aparecen temas «de mujeres». Hasta tal punto no los asumen como suyos que empiezan a removerse inquietos en el asiento, carraspean o abandonan el lugar para buscar socorro en otro sitio, a salvo de contaminaciones. En cambio, lo contrario es pauta común, igual que la gramática, que siempre convierte en masculinos los plurales compartidos.
Las estrategias personales de vida y las estrategias intelectuales de los grupos sociales ante este hecho son diversas: o mimetizarse y hacer como si no se fuera, o plantar cara a las distintas memorias históricas y al hecho diferencial de los cuerpos y las biografías. Muchas mujeres piensan que no tienen más remedio, para entrar en la llamada vida pública (o sea, en la civitas), que renunciar a lo que las hace distintas de los hombres. Disimularlo, como Concepción Arenal, o reducirlo al mínimo. Casi piden disculpas por no ser tan varoniles como los propios varones. Creen, o dicen, que pueden hacer o valer tanto como los hombres. Pero el problema de la diferencia intelectual no radica en la cantidad (que también importa), sino en la calidad, en si vale la pena convertirse en réplica, en analogía, en hacer sólo lo mismo que otros hacían.
El reconocimiento de la circunstancia, de la experiencia diferente, tampoco resuelve por sí solo el problema de la identidad: porque se es diferente sólo en algo, y sólo en algunos momentos. La definición ontológica de los sujetos requiere establecer el núcleo de lo básico y separarlo de lo accesorio. Pero la delimitación de estas fronteras es una construcción social. Eso lo saben muy bien las mujeres, que han vivido en carne propia el horror de la apropiación de su identidad colectiva por el mero rasgo del cuerpo que les capacita para ser madres; como inconscientemente hizo Linneo, al asimilar la especie humana con los rasgos femeninos de los mamíferos y asociar en cambio el rasgo de sapiens con los homo. Sin embargo, no todas las mujeres son madres, ni aspiran a serlo. Cuando el embarazo se ha convertido en acto de libertad, el número de mujeres embarazadas ha caído drásticamente. Se debe, al menos en parte, a que antes se vivió como una imposición, como una consecuencia no deseada de otras conductas y obligaciones. Hoy, el número de años de vida se alarga y el número de hijos se acorta, por lo que la maternidad ha perdido la capacidad configuradora de la vida de las mujeres que antes tuvo.
Una buena organización de la convivencia tiene que permitir la participación en lo común, pero también salvaguardar la protección a lo distinto, a lo específico. El reconocimiento de la circunstancia o experiencia diferente no hace más que abrir el camino al problema de la identidad: ¿diferentes a qué, a quién?
Lo que prima es la igualdad, lo común, las experiencias compartidas. Lo diferente resalta sobre el fondo; pero el fondo está hecho también de agregaciones, y es la existencia de ese plano último lo que permite entrar y salir del proscenio, lo que hace factible la continuidad, la cohesión y el cambio. Tan engañoso es no reconocer la diferencia como no darse cuenta del valor de lo común, de lo que permite a cada uno reconocerse en el otro y ser desde uno mismo un «otro» anticipado o retenido en la memoria.
Tensiones entre fenomenología y empirismo.
En urbanismo y en arquitectura pueden adoptarse perspectivas intelectuales muy diferentes, y lo que hay sólo es una parte muy pequeña de lo que podría haber habido. La altura del ojo del observador marca el punto de fuga, el centro de la visión: pero ni el lenguaje ni el ojo son capaces de superponer fácilmente perspectivas contrarias, porque la imagen se deforma y los paisajes devienen, como las figuras de Escher, rompecabezas imposibles. De ahí el riesgo y la tentación de adoptar perspectivas canónicas como si fuesen válidas para todos. En el mejor de los casos, esta perspectiva es la que corresponde a la media aritmética o ponderada de las alturas reales: la del niño, la del viejo, la del hombre, la de la mujer, la del alto y la del bajo. Pero ni siquiera con la mejor voluntad resuelve la media la disparidad de lo concreto, la variedad que rodea el artificio intermedio. ¿Desde qué perspectiva se ha, o hemos, construido la ciudad, la casa, la fábrica y el parque?
En algunas comunidades científicas, la referencia al sujeto del conocimiento levanta anatemas metodológicos. Algunos pensadores están convencidos de que sólo es científico el conocimiento de lo externo y experimentable, y la preocupación por la lógica interna de sus hallazgos les lleva a orillar la influencia del contexto del descubrimiento: se olvidan de que sólo salen adelante los planes de investigación y los laboratorios que cuentan con adscripciones de recursos, con medios de expresión, con apoyos y garantías. No sólo piensan que su ciencia es ciencia, sino que tienden a convertirla en única, y no les inquieta la ausencia de otras ciencias y conocimientos que no han podido desarrollarse.
En las ciencias sociales también se plantea la tensión entre el tipo de conocimiento desde dentro y desde fuera, pero es más un asunto de matices que de verdadera definición disciplinar. No hay campos en los que los partidarios de la comprensión no hayan dejado huella. Aunque las pretensiones de formalización se aproximen en los límites epistemológicos de la sociología, la economía o la lingüística a las que dominan en física o astronomía, el componente humanista se resiste vigorosamente a desaparecer, a ser engullido por la ferocidad devoradora de las ecuaciones y los números.
La arquitectura y el urbanismo están atravesados de la misma contradicción metodológica que las ciencias humanas y sociales. Por un lado, la pretensión científica y técnica domina los duros procesos de aprendizaje, el entrenamiento para resolver con éxito las dificultades de la construcción o el diseño de los espacios. Pero la ordenación o jerarquía de estos espacios sólo puede hacerse, como decía Heidegger, si se conoce el modo en que se va a vivir dentro. El arquitecto no puede limitarse a los materiales y a las formas. Cuando proyecta, subordina su obra a un sentido, incluso cuando no es consciente de ello. En todas las construcciones hay un sentido implícito, una idea generatriz a la que debe servir el espacio. Pero a veces impera el desconcierto, y no se sabe para qué o a quién se debe servir, cuál es el orden moral que subyace en el diseño.
La consciencia de la idea y de la jerarquía dista mucho de ser frecuente. No sólo forma parte de las creencias y de las ideas del proyectista, sino de las ideas y creencias de su grupo más próximo y de su época. Ortega señaló lo difícil que resulta la pérdida de tierra que provoca la mera duda sobre las propias creencias. La indagación sobre las «ideas» que han estado detrás de la aparición de tipos nuevos de ciudades es necesaria, imprescindible. Pero tanto o más que las ideas, que son explícitas o al menos relativamente conscientes, gobiernan la creación y mantenimiento de las ciudades las creencias, que son los pensamientos elementales, primarios, tan asentados que ni se repara en ellos ni se hacen conscientes o explícitos.
Bajo la rúbrica «quién es» se agrupan muchos «quienes», con historias y voluntades distintas. Lo que algunos viven como ideas, otros lo viven como creencias. El tránsito de la creencia a la idea tiene una fuerza de revelación explosiva. Es un incendio en la palabra. Un rasgo característico del tránsito del siglo XX al XXI es la acentuada consciencia de la fragmentación de los sujetos. Los grandes nombres (la Patria, la Humanidad, la Razón, la Historia, etc.) han perdido mucho predicamento, y el sujeto del conocimiento (quien lo hace, recibe y expande) es generalmente identificado como un sujeto de amalgamas, lleno de roturas e intersecciones, que no refleja por entero los deseos y aspiraciones de ningún grupo humano concreto: es lo que Derrida llama «un trabajo coral». Con todo, es más fácil rastrear la huella (jurídica, artística, organizativa, arquitectónica) de las presencias que de las ausencias. Los sujetos presentes, aunque fragmentarios e incompletos, son accesibles. Pero, ¿cómo detectar las no-presencias, las negaciones, los olvidos planificados y no casuales? ¿Qué ejercicio de reflexión nos llevará hasta ello? ¿Por qué caminos se logra el equilibrio de razón y sentimiento, de lógica, técnica y deseo?
Es bastante fácil acumular páginas sobre la ciudad o la casa a partir de lo que otros, mucho más ilustres, ya han visto y medido, sumándolo al conjunto de conocimientos admitidos. Pero en ese conocimiento acumulado han tenido hasta ahora poca cabida las mujeres o «los otros» que también se apartan del canon. ¿Se puede, realmente, confiar en que la representación intelectual de «los otros» haya sido fidedigna en épocas anteriores?. Cada vez parece más evidente la parcialidad de lo que nos ha llegado como si fuese el «todo». Por eso se valora más la experiencia personal, la aproximación fenomenológica frente a las mediciones externas. El problema radica en que las dos tradiciones principales de la ciencia social, positivista y fenomenológica, hablan lenguajes difícilmente compatibles.
Las mediciones son necesarias y es apreciable la contribución de las fuentes estadísticas, pero por sí mismas no son gran cosa si no van acompañadas de una reflexión detenida sobre el significado de las cifras. Así, la disyuntiva entre ahondar u olvidar las experiencias personales, entre dejar fluir la experiencia del sujeto que escribe o silenciarlo, se presenta en cada epígrafe del texto del mismo modo que se plantea ahora.
Contra lo que algunos creen e incluso desearían, la capacidad de reflexión de las mujeres no se limita (si es que no les niegan la posibilidad de intentarlo) a ese entorno ceñido a sí mismas que es la vida doméstica, el propio cuerpo o la casa. Una vez puestas a pensar, y a decir lo que piensan, y a pretender ser escuchadas, ningún ámbito de la vida humana les es ajeno; ni la urbe o la civitas, ni las representaciones del poder, ni el nombre de Dios. Una vez perdido el miedo y el confinamiento, todo ha de ser revivido desde la libertad de expresarlo.
Sin embargo, sería pedir demasiado que, en el corto tiempo de un par de generaciones, las recién llegadas creasen un monumento de ideas similar al que la acumulación de siglos ha creado durante su ausencia. Falta lenguaje, depuración de conceptos; tiempo, en definitiva, para transferir la experiencia de la vida a las ideas. Pero no se puede olvidar que esta experiencia ha sido distinta y lo sigue siendo y que todavía siguen sin voz pública la mayoría de las mujeres del mundo. Por si no fuesen pocas las dificultades de emerger, de crear consciencia y lenguaje, y de hacerse oír, a ello se añade el frágil estatuto intelectual de la experiencia innovadora. ¿Cómo marcar los límites entre la experiencia personal y la anécdota? ¿Cómo elevar la experiencia conocida, todavía tan escasamente explícita y sistematizada, al nivel de categoría?
Hay muy pocas publicaciones sobre la ciudad y la arquitectura hechas desde la perspectiva de las mujeres, y en eso estamos todos de acuerdo. Pero casi nadie repara en que las publicaciones que sí hay, a las que acudimos para formarnos o entendernos y para adoptar decisiones, han sido escritas desde la perspectiva de los varones, incluso la mayoría de las que definen las relaciones entre la ciudad y las mujeres. Para equilibrar perspectivas, no basta que las mujeres –y otros grupos sociales tradicionalmente excluidos– razonen y transfieran sus experiencias sobre sí mismos, sino que han de hacerlo sobre los otros y sobre el conjunto. En ese sentido, cualquier aportación desde las perspectivas innovadoras es al mismo tiempo un avance y una aspiración frustrada; porque, por comparación con el complejo edificio de las ideas ya tratadas, de los millones de experiencias «otras» que han filtrado y les dieron la base experiencial para transformarse conceptualmente, los esfuerzos por filtrar y conceptualizar las experiencias nuevas son muy modestos, muy insuficientes. Intelectualmente, la apuesta conlleva inevitablemente el desgarro de saberse parte de una cultura construida sobre experiencias ajenas y de carecer al mismo tiempo de elementos suficientes para construir la propia y fundirla.
Arquitectura y postmodernidad
Muchos de los términos de los filósofos se traspasan al vocabulario de la arquitectura.
En la medida en que la obra construida tiene que interpretarse, describirse o criticarse, hace falta traducir el lenguaje arquitectónico a palabras, y éstas se rigen por los estilos literarios del momento. Son las obras más celebradas o polémicas las que crean vocabulario y lo difunden, pero eso no significa que las obras desapercibidas carezcan de conexión con corrientes ideológicas. Simplemente, su contenido ideológico es implícito y requiere más esfuerzo de análisis aflorarlo. Recordando un adagio común, podría decirse que la falta de política, o de palabras, es una forma específica de lenguaje y de política. El influyente crítico de arquitectura Charles Jencks, editor de Architecture today, ha resaltado el carácter pluralista y tecnológico del mundo actual. La pervivencia y coetaneidad de estilos arquitectónicos diferentes dificultan la tarea de identificación y clasificación de tendencias, pero Jencks acepta el desafío de dar nombre, singularizar y datar las corrientes principales, estableciendo su conexión con los movimientos ideológicos. Distingue en el siglo XX las épocas del modernismo (años veinte a años sesenta), el tardo-modernismo y el postmodernismo.
El tardo-modernismo trajo el revival de los años veinte, la stick-tech y la retórica de las corporaciones. Sus espacios han sido, sobre todo, expresiones de agnosticismo. Junto a estas innovaciones se mantuvo lo que Jencks denomina «el blanco e ideal pabellón de la vida privada».
Con el postmodernismo se produce la huida del historicismo hacia el eclecticismo radical, la ornamentación distorsionada para lograr la recreación del sentido comunitario a través de signos vernáculos. Metáfora y metafísica se confunden en el espacio postmoderno, que intenta dotar a las ciudades recién levantadas de la memoria edificada de la que carecen. Los signos vernáculos son gestos breves, ad hoc, superpuestos a signos de otras memorias que buscan el efecto de la elisión y la sorpresa.
A partir de 1980, la arquitectura de vanguardia se sumerge en un nuevo expresionismo, monumental y de alto impacto sobre el paisaje urbano, que utiliza un vocabulario abstracto. Son proyectos extraordinariamente costosos que requieren grandes dispendios económicos y sólo están al alcance de las corporaciones.
Sobre ellos se libran batallas comerciales y de imagen, constituyendo el campo de ensayo y demostración de las altas tecnologías. Para Jenks, un edificio como el Banco de Hong Kong, de Norman Foster, que en su momento fue el más caro del mundo, es una apuesta para representar la fuerza, la solidez, la estabilidad y la imagen de la compañía bancaria en los próximos cincuenta años. La distribución espacial interna de este edificio se inspiró en la catedral de Wells, en Inglaterra, y guarda alguna similitud con la proporción interior de sus naves.
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