La crónica del 25-N
El gran problema del Gran Problema es que pasa desapercibido. La aparente paradoja la lanzó el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados y lo hizo el 25 de Noviembre de 2011. Ese mismo viernes le sucedió algo parecido al eclipse solar parcial. En Ciudad de Panamá llovía, en Bogotá hacía un calor infernal, en los Andes apretaba el frío, pero nadie, quiénes levantamos la vista para ver más allá de las nubes, de la atmósfera de la Tierra, pudimos ver claramente que la Luna, mucho más pequeña, tapaba una parte del gigante Sol. Aún sabiendo que eso era justo lo que pasaba allí arriba, entre los cielos azules oscuros, grises y negros, entre el universo de temperaturas inimaginables y distancias vertiginosas que se miden en años, años luz, y no en millas, no éramos capaces de verlo. Porque nuestros ojos, entre tantas sombras, ilusiones ópticas y ceguera aprendida no lo ven todo. O lo ven distorsionado. Y a menudo no sabemos poner nombre a lo qué miramos, porque lo vemos de una manera distinta, nueva, como si fuera por primera vez.
Faltan palabras, se excusan algunos y algunas, aún cuando hay palabras de sobra. Unas 88 000 en castellano, según la Real Academia Española y unas 25 000 más según las calles asfaltadas de las grandes ciudades de todo el mundo, según las barriadas hundidas en la miseria de las metrópolis, según los patios, las mesas de los bares y los campos arados de los pueblos, según las aldeas fronterizas de la enorme selva, del océano y del río más grande del planeta. Dicen que faltan palabras, cuando las lenguas son ricas y abiertas. Entre todas esas connotaciones bipolares, sobreentendidos adquiridos, metáforas inventadas y significados simbólicos, la lengua abarca mucho más de lo obvio, de lo comprensible a primera vista. Aunque su uso no suele ser neutral ni siquiera inocente, porque el lenguaje es un instrumento de poder que perpetúa la jerarquía en función del sexo, ocultando, omitiendo y sometiendo sistemáticamente al género femenino. Pero, y allá la paradoja, lo llamamos lengua materna. Lo llamamos lengua materna sin darnos cuenta que cada vez que hablamos sin pararnos a pensar qué decimos y cómo nos expresamos, seguimos creando y reproduciendo el pensamiento, la cultura, la perspectiva androcéntrica.
Pero la culpa no la tiene la lengua, porque palabras hay. Otra cosa es que haya voz, especialmente si esa voz es femenina, de color y pobre. La voz y por lo tanto el voto. El voto y por lo tanto el poder. Poder tomar la palabra, nombrar las cosas, los fenómenos, las personas. Visibilizarlas, porque sin nombre no significan nada, no es posible pensar en ellas. Sin nombre no somos nadie.
Laura, Nancy, Silvia, Amalia, Esmeralda y cientos de miles de nombres más en las cruces blancas, grises y rosas de los cementerios de cada rincón de este bello planeta. Aún siendo mudas hablan de las vidas arrancadas violentamente, del vergonzoso silencio social y político, de las manos y almas manchadas de sangre de todos los hombres que no aman a las mujeres. Ni en sus casas, ni en la calle, ni en las escuelas, ni en las oficinas de poder que huelen a cuero y a perfume caro. Laura, Nancy, Silvia, Amalia, Esmeralda y cientos de miles de nombres más hablan de uno de los grandes problemas de esa gran humanidad nuestra, hablan de poder violento, sistemático y estructural del patriarcado misógino. Hablan del poder que odia y mata a las mujeres.
En Oaxaca, un estado federal de México de 3,8 millones de personas, hubo la noche anterior al 25 de Noviembre una marcha con más de 500 veladoras y 88 cruces. Una marcha fúnebre y silenciosa gritando a los cielos, al universo entero el nombre del Gran Problema. Porque sin nombrarnos no existimos, no tenemos voz. Y si no tenemos voz, ¿para qué sirve la lengua?