Madres
La memoria es casi siempre un lugar incómodo donde se guarecen errores y dolores ingratos. Tal vez por eso, las nuevas generaciones de mujeres se han creído no sólo que son iguales a los varones, sino que, repetido por ellos hasta la saciedad, incluso están en situación de privilegio y lobby de poder. Las pobres deben de andar ciegas y sordas para no enterarse de que ya van unas cuantas asesinadas a manos de parejas y exparejas porque se negaron a ‘ser suyas’, o simplemente porque sí. Eso en este Occidente nuestro, si miramos unos metros por delante de nuestras narices encontraremos mujeres violadas, quemadas con ácido o gasolina, tapiadas bajo metros de pesada tela, prostituidas… ¡Iguales, vaya!
Siglos tragando la maldición de nuestra perversidad y nuestras parcas armas de esclavo que, al no poder seguir el camino normal de la discusión, se vieron obligadas al rodeo de los caminos subsidiarios. Siglos escuchando sobre nuestras cabezas inclinadas que éramos el origen del pecado, la copa envenenada del sexo. Escasamente encontrábamos un resquicio de respeto en el papel de madres. Debía de ser porque tal asunto no está al alcance de los vientres masculinos. Eso sí, menester era parir con dolor y dentro de los cánones establecidos; parir a destajo cuanto Dios y el débito conyugal tuvieran a bien. La maternidad fuera de semejantes principios se convertía en estigma de pecadora, no así el padre compañero de juerga que se podía largar sin soltar explicaciones, incluso comprendido en su ‘debilidad’ ante las malas artes seductoras de ella.
Llegó el divorcio; se convirtió en violación forzar a la esposa para cumplir el sagrado débito conyugal; se inventó la píldora y la epidural. ¿Dónde se largaron las maldiciones, los castigos, los terrores? Afloró entonces esa debilidad masculina que consiste en colocar la honra en nuestra entrepierna y necesitar nuestros vientres para propagar su semilla. Si nosotras podíamos decidir, ¿qué rayos les quedaba? Porque lo de decidir en plano de igualdad, ¡eso quedaba descartado!
Regresaron a nuestra innata perversidad. Ahora desarrollada bajo apariencia científica (recuerden que histeria viene de ‘hystérie’, matriz) y recordaron que son padres y adoran a sus retoños. Alguien se sacó de la manga un síndrome de alienación parental para acusarlas a ellas, las madres y, en muchos casos, antiguas maltratadas, de ‘envilecer’ la mente de sus hijos poniéndolos contra sus padres. Esos mismos padres que, previamente, golpearon, insultaron y vejaron a la madre, probablemente bajo la atenta mirada de esos mismos hijos. Como si los niños fueran tontos y nosotros solo tuviéramos el retorcido camino de la insidia. Que lo utilicen jueces masculinos aterra por la falta de justicia, que lo utilicen jueces femeninas produce escarnio espantado porque no existe nada peor para una mujer que otra mujer dispuesta a machacarla para ganarse el aprecio de los varones y, de paso, un puesto entre ellos.