Palabras para Roda

Desde que vi tu rostro en la tele no he podido dejar de pensar en ti. Tu pavor, tus ojos espantados, se imponen desde entonces en los centros y en las esquinas de mi cómoda existencia occidental.

No hay verdad más brutal que tu rostro, que tu cuerpo espantado que se aferra a su naturaleza sabia, que tus ojos desorbitados tapados por tu madre y tu abuela, en medio de tus chillidos, para que no veas cómo te desangran con una cuchilla de afeitar desde lo más profundo y sensible de tu ser. Ay, mi niña, qué te están haciendo, te están extirpando el clítoris, los labios mayores y menores, y finalmente te sellan la vagina con unos pinchos. Para desinfectarte te aplican un ungüento de hierbas, ceniza y huevo. Pasarán seis días hasta que tus heridas cicatricen y tu orificio vaginal quedará reducido a medio centímetro, lo que te provocará terribles infecciones de por vida. Porque, cuanto más cerrada estés, más vacas y más dinero obtendrá tu padre por ti en la negociación matrimonial. Cuando te casen volverás a sentir la cuchilla; ese hombre, al que llamarán tu marido, te sajará para poder penetrarte, y luego harán lo mismo en el paritorio para que puedas parir. Y después de los partos te volverán a infibular para que sigas salvaguardando tu castidad, como manda la tradición. Pero eso todavía no lo sabes.

Hemos escrito tantas veces sobre ti, hemos hablado de ti en tantos encuentros y congresos de mujeres. Pero no te conocíamos, no habíamos visto tu mirada indefensa de niña condenada. Ahí, en la tele, tu rostro aterrorizado y tu cuerpo mutilado son una verdad simple y absoluta, más definitivos que todas las palabras, que todas las ideas que podamos construir para defenderte.

Un minuto después vuelvo a verte en pantalla. Han pasado seis años desde aquel día terrible de la infibulación, que fue grabada por una ONG para que el mundo fuera testigo del destino de las mujeres africanas. Ahora, delante de las cámaras, tienes trece años pero pareces mayor. Una tristeza incrustada apenas te deja hablar, con un leve asomo de voz dices que de aquel día sólo recuerdas la sangre. En algún lugar tienes enterrado ese dolor oscuro y profundo que escondes con dignidad. Y me pregunto cómo se vive desde un cuerpo y una vida usurpados, cómo se puede construir un país como el tuyo, Etiopía, con 24 millones de mujeres mutiladas. Y me pregunto también cómo puedo acercarme a ti desde mi memoria de cuerpo acunado, cuidado y amado, sometido también al dolor, que delante de ti ya ni siquiera es eso, sino sufrimiento privilegiado. Cómo puedo acercarme a ti desde un lugar que se ha pronunciado a tu favor con la Declaración Universal de Derechos Humanos, la Convención de la ONU sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer, la Declaración y Plataforma de Acción de Pekín, la Convención de la ONU sobre los Derechos del Niño, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales… y que no ha servido para salvarte de ese dolor devastador que nunca desaparecerá.

Ay, mi niña, quizás sólo puedas salvarte desde ti misma. Que seas capaz de reconvertir tu soledad lóbrega, tu dolor primario en una causa política. Que te niegues a que tus futuras hijas pasen por lo que tú has pasado. Que convenzas a otras mujeres para que hagan lo mismo. Que cuando seáis atacadas, vilipendiadas, ultrajadas por ello, tengáis la suerte de que otras mujeres que ya están trabajando en tu país para abolir esa brutalidad puedan defenderos. Tu esperanza tiene el nombre de un pueblo, Dire Dawa, donde ONGs occidentales y un consejo de mujeres local han conseguido erradicar la mutilación genital femenina y han convencido a las abuelas para que sus nietas no sean mutiladas, no dejen las escuelas y no sean niñas-madre. Porque esa tradición monstruosa nada tiene ver con la religión, ni con estar cerca de Dios o Mahoma, y sí con la negación y el control de la sexualidad femenina.

Han pasado varios años desde que te ví en la tele y hoy que se conmemora el Día contra la Mutilación Genital Femenina he vuelto a acordarme de ti, como un latido que me golpea la cabeza. Te llamas Roda y desde entonces te llevo conmigo.