Reflexiones de una mujer sobre los estudios de género

Las teorías feministas, tanto las radicales de Simone de Beauvoir (1950) con El segundo sexo, como las de Kate Millet (1970) en Política sexual, o las de Virginia Woolf (1930) en Una habitación propia, como las más actuales, por ejemplo, la teoría Queer de Judith Butler (1990), se encuentran centradas dentro de la rama de la psicología social.

En ellas se teorizan y analizan las estructuras de poder y dominio que existen entre el género hombre (opresor) y el género mujer, o el resto de géneros que podrían coexistir, (oprimida/oprimides) en el sistema cultural y patriarcal existente en las distintas épocas en las que fueron escritas, y en que al hombre se le otorgaba (y se le sigue otorgando) privilegios nada más nacer.

Además, en estos estudios también se platea la hipótesis de que si eliminamos estas estructuras de poder entre los géneros existentes (o incluso si abolimos los géneros) desaparecería la violencia de la faz de la tierra, sobre todo la violencia machista o de género.

No obstante, éstas no tienen en cuenta que los comportamientos de las personas (y demás seres vivos) no sólo están condicionados por lo que experimentamos en nuestro entorno, sino que también existe el componente psicológico, el cual le da significado a estos hechos vividos, conformando así nuestro carácter (no es posible modificarlo a voluntad), y el tan repudiado en estos tiempos: el componente biológico que traemos de nuestros familiares en el ADN y estructuras cerebrales, al que la psicología le otorgó el concepto de temperamento.

Por lo tanto, si estas teorías a las que nos referimos están obviando un solo factor de estos tres mencionados (sociedad o cultura, psicología y biología de la persona en cuestión) estarán errando en su análisis sobre el funcionamiento de las relaciones humanas, y como consecuencia, sus conclusiones también estarán sesgadas, por lo que podemos deducir que toda violencia no será posible evitarla, desgraciadamente.

Por fortuna, ya quedaron atrás aquellos intensos debates del siglo pasado donde planteaban si nuestra forma de actuar y de ser tenía como origen el ambiente donde nos desarrolláramos cada uno/a/e (“nacemos como una tabula rasa en blanco sobre la que pintar”, Watson, 1920), o si por el contrario veníamos determinados/as/es exclusivamente en base a nuestra biología.

Por desgracia, parece que éstos han vuelto a resurgir, pero esta vez trasladados a la esfera del género.

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